martes, 22 de abril de 2014

1 mes en Hanover - El lunes que fue domingo

Con la tarea pendiente de descubrir a la capital de la Unión Europea, a la que debemos vasallaje, conocida como Berlín, continúo descubriendo las múltiples tonterías a las que nos vemos expuestos cada día. Hoy domingo, o debería decir lunes festivo, hemos estado racionando las últimas gotas de agua antes de sucumbir ante la mal afamada agua de grifo, con la que nuestras gargantas han tenido que lidiar durante la noche. Ha sido un día lleno de obstáculos, como pronto conocerán.

El camino hasta la parada del metro no ha estado exento de riesgos. La lluvia comenzó a descargar sobre nuestras cabezas con tal virulencia, que temimos acabar completamente empapados y sumergidos en húmedos pesares. Los relámpagos se sucedían uno tras de otro, desgarrando el cielo con su luz repentina, dando paso a ensordecedores rugidos celestiales. Las gotas heladas se derramaban sobre nosotros, incapaces de guarecernos sobre el fiel paraguas de 1 € de Mari, cuando pesados guijarros congelados se abatieron sobre nosotros. Mientras el viento ululaba y reventaba cualquier esperanza de continuar medio secos, el tren se despedía de nosotros con su eléctrico avance, aguando aún más nuestra esperanza.

La llegada al centro tras un viaje donde pudimos ver al Rubén alemán (o moro, entiéndase) nos condujo ante la presencia de nuestros viejos rufianes conocidos como Remy y Adrián (el bueno), que nos llevaron ante todo un espectáculo digno del alma de un buen pueblerino, como viene a ser una feria de gran espíritu de carricoches, juegos imposibles y Ave Marías en alemán. Tras ser testigos de semejante oda al niño que llevamos dentro, acabamos nuestros pasos en una vieja taberna gallega a la que todo hijo de la Piel de Toro ha terminado acudiendo si se encuentra en la ciudad. Degustamos nuestras rubias, mientras sobrevivíamos al embite de sendas bolas y tacos de billar que amenazaban con abrirnos la cabeza, así como disfrutando de golosinas chocolateadas que algún mocoso con mi mismo nombre había decidido abandonar a su suerte en su día de cumpleaños.

Volviendo a casa cada uno decidió tomarse aquello que más le gustase, adquiriéndolo de forma legal, rememorando viejas épocas donde una lata de Bacardi con Cola me llevaba al Olimpo. Quisiera entonces que las vejigas dijesen querer acto de presencia, lo que llevó a oscuras escenas orínicas (relativo al orín, que me lo invento) que no soy capaz de representar aquí, no ya por su crudeza tanto visual como olfativa, sino por el cargado dramatismo de asistir a un chorro que debe ser cortado ante la vergüenza de ser visto en tal situación.

Todo marchaba igual después de treinta días. Treinta largos días que muchos habéis podido apreciar de pasada. Un tercio del camino había acabado ya. ¿Eramos conscientes de todo lo que aún quedaba por pasar?

No hay comentarios :

Publicar un comentario